La noche del miércoles se supo que el ultraderechista Geert Wilders había ganado las elecciones en Países Bajos. La noche del jueves, violentos disturbios estallaron en Dublín después de que un agresor con cuchillo hiriera a cinco personas, entre ellos tres niños. La policía irlandesa dice que detrás de los disturbios violentos está un “grupo completamente lunático y hooligan impulsado por ideología de ultraderecha”. La noche del domingo, fuera de Europa, se supo que Javier Milei había rotundamente ganado las presidenciales en Argentina. Tres noches muy oscuras y muy seguidas.
En el análisis del auge del populismo ultra conviene no olvidar que hay significativas diferencias en causas y planteamientos. Wilders corre a lomos de la xenofobia; Vox, de una cuestión territorial; el PiS plantea posiciones de sabor medioeval en cuanto a derechos de mujeres y homosexuales, mientras las ultraderechas nórdicas son mucho más moderadas en esto; Meloni es firmemente pro OTAN y apoya con firmeza Ucrania, mientras Le Pen propone un desgaje de Francia de la Alianza, y Wilders recela de implicarse con Kiev. Estas diferencias deben ser debidamente diagnosticadas. Pero su existencia no excluye que nos hallemos ante un fenómeno con rasgos comunes.
Tal vez sea especialmente significativa entre ellas una dinámica de contracción del concepto “nosotros” que, con distintas modalidades, se detecta en esos proyectos políticos. Es una primera persona del plural en la que solo caben los holandeses blancos; en la que no hay ganas de acoger plenamente a otras naciones europeas compartiendo competencias y beneficios; o en la que las mujeres pueden poner un pie, pero no ambos, con igualdad total; en la que inclinaciones sexuales minoritarias no son bienvenidas; en la que no se tolera a quien plantea modelos diferentes (situación distinta es la de aquellos que vulneran las leyes, porque son ellos solos quienes se colocan fuera del nosotros); en la que no se contemplan los desfavorecidos que más sufren las consecuencias de un cambio climático provocados por el nosotros; y un largo etcétera hasta llegar al extremo mileista, una auténtica descomposición total de la primera persona plural, en la que el Estado se desentiende de servicios sociales básicos, de la solidaridad más elemental, de la cohesión más primaria, aspirando a dejar a los individuos solos, en una fantasía de prosperidad que es en realidad la jungla, tal vez conectados solo por las redes básicas de familia o amistades.
Las victorias del Brexit, Trump, Bolsonaro, Meloni, Milei o Wilders son una gran sístole del nosotros, que expulsa a personas de un corazón que encoge.
Por supuesto, hay diástoles. En Polonia, el PiS acaba de perder el poder —como lo perdieron Trump y Bolsonaro—, confirmando un patrón por el que sus pésimas capacidades de gestión dificultan las reválidas. Pero nada impide que luego vuelvan, como ha evidenciado Robert Fico en Eslovaquia. En España, se ha evitado que Vox —formación con planteamientos que destacan por gruesos incluso en el poco fino universo ultraderechista— llegara al Gobierno de la mano del PP. Pero está por ver que el crudo trueque que ha permitido la permanencia de los progresistas en el poder, y que pretendidamente debería seguir desinflamando el nacionalismo catalán, no acabe más bien inflamando durante lustros un nacionalismo español bestial.
Si se mira en perspectiva, es evidente el terreno que, desde hace años, al margen de altibajos puntuales, va ganando la sístole. En términos políticos, con todos esos éxitos, y los probables venideros. No parece descabellado pensar que Trump ganará; que la próxima Eurocámara será menos europeísta; en Austria los ultras encabezan los sondeos; en Alemania van como un tiro; en Italia no tienen ni rivales en la derecha ni oposición capaz de ganar; en Francia, cuando no pueda presentarse Macron, ¿será capaz otro candidato de aglutinar lo suficiente frente a Le Pen?
Pero el fenómeno es también metapolítico. El nosotros se encoge, también en otros planos, con el debilitamiento de los sindicatos o de la Iglesia, con el avance de las pantallas que parecen ofrecernos redes de conexión, y tal vez solo nos hacen más solitarios, hipnotizándonos, con estilos de vida egoístas, me merezco la felicidad, mi placer lo primero. Sea por instinto de supervivencia, por preservación de privilegio o por superficialidad egocéntrica… yo, yo, yo —o un nosotros muy angosto y volátil— primero.
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