En una de sus novelas, Arthur C. Clarke cuenta cómo un talentoso ingeniero idea un ascensor que va de la Tierra al espacio. El lugar elegido para ponerlo en funcionamiento es una montaña de la isla de Taprobane, donde se encuentra un monasterio budista y también el santuario de un antiguo rey que, en sus delirios de grandeza, quiso construir una escalera directa a las estrellas.
Con esto, Arthur C. Clarke nos enreda en su juego comparativo para que identifiquemos la codicia del ingeniero con la del legendario rey. La novela se titula Las fuentes del paraíso (Alamut); apareció en 1979 y, en realidad, no cuenta algo nuevo, puesto que lo del ascensor al espacio viene de antiguo; lo importante es el enredo con el que el autor nos embauca hasta hacernos creer una historia que podría ser cierta. De hecho, el primero en imaginar un ascensor al espacio fue el físico soviético Konstantín Tsiolkovski, en 1895.
El asunto de un ascensor al espacio parece complejo, pero, para Tsiolkovski, la única dificultad era encontrar el material adecuado para armar un cable kilométrico y anclarlo al ecuador de la Tierra con la carga de un contrapeso al final del mismo. El cable tendría que ser lo suficientemente fuerte para no partirse, a sabiendas de que un cable es tan resistente como lo es su punto más débil. Y a vueltas con el dichoso cable, llegamos hasta 1960 para encontrarnos con el artículo del ingeniero ruso Yuri Nikoláyevich Artsutánov titulado Al espacio en una locomotora eléctrica, una pieza científica publicada en el diario Komsomólskaya Pravda donde daba cuenta del invento del ascensor espacial.
Para el ingeniero ruso, el asunto del ascensor se podría llevar a cabo tirando un cable desde un satélite a unos 36.000 kilómetros de altura hasta la superficie del planeta. Con todo, Yuri Artsutánov se lamentaba de que no existiera un material capaz de soportar su propio peso a lo largo de los 36.000 kilómetros. Pero con el tiempo y la aparición de los nanotubos de carbono no andamos lejos de plantarnos más arriba del último cielo.
En la Universidad japonesa de Shizuoka llevan unos años desarrollando el proyecto y Elon Musk, que siempre está al tanto de estas cosas, no pierde ojo. Mientras esperamos el desenlace, vamos a recomendar una lectura. Porque lo del ascensor al espacio es uno de los muchos temas que trata el matrimonio formado por la científica Kelly Weinersmith y el dibujante y escritor Zach Weinersmith en su libro Un ascensor al espacio (Blackie Books).
Se trata de un libro científico escrito con rigor donde la precisión con la que se manejan los datos no descarta algo tan importante como el humor que ponen al asunto. Con un estilo despojado de solemnidad nos llevan desde el citado ascensor hasta los años del optimismo atómico, haciendo mención al peligro del Estroncio-90, un producto de desecho radiactivo que absorbe nuestro cuerpo como si fuera calcio, pero con unos efectos secundarios de los que carece el calcio. Su descubrimiento en los dientes de leche de los niños fue uno de los argumentos para que Estados Unidos y la URSS firmasen el Tratado de prohibición parcial de ensayos nucleares en 1963.
Con estas cosas, el matrimonio Weinersmith nos va ilustrando acerca de algunos asuntos que han sucedido y otros que sucederán en el campo científico. Tomemos nota, pues habrá micro-robots capaces de entrar en nuestro cuerpo para arreglar órganos y cerebros artificiales que restaurarán la memoria perdida, así como explotación minera de asteroides. Hacen falta más libros como este, libros de divulgación científica para toda la familia, libros que nos lleven de viaje al espacio para devolvernos un poco más sabios a la Tierra después del paseo por su lectura.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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