The Crown tiene dos finales. Y no, no es que sea Médico de familia. Netflix ha dividido la temporada final en dos partes (la primera, estrenada el jueves 16 de noviembre; la segunda, el 14 de diciembre), y lo que le da sentido a esa decisión es precisamente eso: dotar a la serie de los dos finales que merece y que el público deseaba. Porque uno es el final ansiado, por el que todo el mundo lleva preguntándose siete años, desde aquel 4 de noviembre de 2016 en el que la plataforma estrenó la serie, situada entonces en 1947, 50 años antes del punto al que ha llegado ahora. ¿Morirá Diana?, se preguntaba el mundo. Primero parecía que sí, luego que no, finalmente se retomó el plan inicial: la serie llegaría hasta tiempos cercanos. Diana incluida. Los cuatro capítulos de la primera entrega cierran esa incógnita. El otro final es el de la serie en sí misma, que llegará en diciembre, con seis episodios más. Ese final es igual de esperado, pero está más abierto. Sus adelantos muestran que mira hacia el futuro: Guillermo es el protagonista. Como en la realidad. Y ese es el reto, a la vez problema y a la vez logro, de The Crown: que ha llegado a estar tan pegada a nuestras vidas, a lo que sabemos, que es muy difícil contemplarla como la ficción que es.
La narrativa de todos estos años, la repetición incesante de la tragedia griega de Diana de Gales, resuena en nuestras cabezas secuencia a secuencia, plano a plano. Y eso hace que el morbo esté servido, con toda la elegancia de una superproducción británica detallista y finísima, pero morbo. Y es lo que hace que a veces observemos la serie casi como un documental y otras como un telefilme. En general, expectantes. Esta será la última vez que Diana ve a sus hijos, pensamos, como si estuviéramos viéndolo en una bola de cristal. Esta será su última cena. Este, su último viaje en coche. Conocemos la fortuna de sus protagonistas, o más bien su desgracia. Como siempre, los detalles son los que ganan en la serie. Esos que no sabemos si son reales o parte de una ficción que se transforma en una nueva realidad, en una más de las versiones de los hechos. Diana con una gorra de las islas Canarias comiéndose un helado de vainilla. Diana envolviendo para regalo, con un papel con la torre Eiffel, una consola para su hijo Enrique, que cumpliría 13 años dos semanas después. Diana rechazando el anillo y la petición de matrimonio de Dodi Al Fayed (Khalid Abdalla) con Mohamed Al Fayed, el padre del joven, sin conocer jamás el desenlace de la pareja.
Diana, Diana, Diana. La familia real es secundaria, Andrés y Eduardo, los hijos menores de Isabel II, ni siquiera aparecen, Camila solo en un par de escenas. Con permiso de Su Majestad, Diana es la verdadera reina de esta parte de la temporada. Isabel II se representa en estos capítulos en su versión más fría, incluso antipática, hasta redimirse en el último momento. Una redención que, claro, conocemos; está en los libros de Historia —y en la BBC—. El duque de Edimburgo tampoco tiene demasiado tino. Los jóvenes Guillermo y Enrique, mohínos como adolescentes, quedan reflejados en la alegría estival que vivían con su madre, antes, lo que sirve aun más de contrapeso para verles sumidos en el duelo. “No lloran por ella, lloran por vosotros”, le susurra Felipe de Edimburgo a Guillermo mientras siguen, a pie, el féretro de su madre en una Londres sumida en la tristeza.
El protagonismo de los Al Fayed es similar al que tuvieron en 1997: mucho en ese verano, en el que Dodi y Diana salieron juntos; escaso tras su muerte en París, donde la princesa acaparó, lógicamente, los titulares. El personaje más llamativo es el padre, el magnate Mohamed Al Fayed (Salim Daw), quien fuera dueño de los almacenes Harrods o del hotel Ritz de París, al que se presenta como el estratega del juego amoroso, con Dodi como un pelele a sus órdenes. Esa es la gracia de The Crown: que nunca sabremos cómo fue la realidad, cuan retorcida está; que nadie es bueno ni malo del todo, que hay infinitos grises en las personas, en las historias. Más aún cuanto más pasa el tiempo y las voces se acallan. Mohamed Al Fayed falleció el pasado 30 de agosto, justo 26 años, menos un día, después que su hijo.
La cuarta temporada recreó (sin mostrarla en pantalla) la boda de Carlos y Diana. La quinta, su divorcio, con un creciente protagonismo de la princesa. La sexta estaba destinada a enfocarse más y más en Lady Di, pero en estos cuatro episodios es la absoluta protagonista; tanto que aparece incluso ya fallecida. Bien es cierto que la australiana Elizabeth Debicki resulta fascinante, todavía más suelta, en su papel. Es tan parecida a la princesa de Gales, con su bañador azul sobre la proa de un barco, con sus bolsos de Dior y sus gafas de Versace, con su chaleco caminando entre las minas antipersona, que hasta resulta inquietante. De nuevo, la realidad y la ficción se entrecruzan y desatan aún más el morbo de conocer el final de la princesa.
El espectador sufre con ella las persecuciones de los paparazis, que se vuelven cansadas, inquietantes, asfixiantes, tanto como lo fueron para Diana en la vida real. La idea de la huida, de una posible partida a California que sobrevuela en la serie, realidad o no, se aterriza 25 años después con la marcha del hijo pequeño de Diana, Enrique, y de su esposa e hijos, precisamente a ese lugar soñado, huyendo del mismo acoso mediático. Como también resuena lo que dice la reina en el primer capítulo, con Diana fuera de la familia real y Tony Blair tratando de hacer uso de su imagen: que con los Windsor o se está o se no está, nada de medias tintas. A los duques de Sussex también les sonará ese cuento.
Sutil homenaje
Cuando se estrenó la quinta temporada, el pasado otoño, Isabel II acababa de fallecer. De hecho, entonces se estaba grabando la sexta, cuyo rodaje se paralizó durante unos días en señal de luto. Y esta vez sí ha llegado, de forma sutil pero evidente, un pequeño homenaje a la soberana, cuando en el arranque del segundo capítulo un fotógrafo cercano a ella la alaba como el pegamento que unió a una sociedad británica que pasó, como tantas otras, momentos de profunda división: “Creo que la extrañaremos muchísimo cuando nos falte”.
¿Qué nos puede dar The Crown que no conozcamos ya? Una línea argumental quizá no distinta, pero cargada de detalles que, como siempre dentro de su narrativa, juegan en ese plano superior entre la ficción y la realidad. No sabremos si eso pasó, si esa conversación privada tuvo lugar, si acaso fue parecida. No sabremos si esa persona lloró, si existió ese abrazo. Querríamos saberlo, y creerlo. Pero no podremos: sus únicos protagonistas ya no están, y la serie juega con la ventaja de que quienes quedan jamás se pronunciarán al respecto. La verdad, el morbo, las segundas intenciones, todo se mezcla. Pero la versión de The Crown permanece.
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